El mar.
Ante el mar inmenso me encontraba para, junto a él, descalza. Sintiendo esa agua fría rozar mi piel y erizar mis sentidos. Era como si se tratase de una suave caricia que despierta todos los sentidos. Ese horizonte perfecto que te regala el mar, ese ocaso de tarde que te permite encontrar la paz que había sido turbada por ese vuelo. Los pájaros en vuelo, libres como yo me sentía en ese momento. Él junto a mí, sosteniéndome de la cintura, yo parada derecha sin sostenerlo a él, dejándome llevar por ese momento que toda mi vida había deseado. Conocer el mar.
“¿De verdad no conocías el mar?”
“No, no lo conocía hasta ahora.”
“Nos esperan las cervezas.”
Y allí en silencio ambos sentados contemplamos ese ocaso digno de admirar. De vez en cuando hablábamos de nuestros próximos días, de nuestras reuniones, de esos espacios libres para poder vernos, charlar. De vez en cuando nos ganaba el silencio, el sentirlo todo, era como si el mar, el ocaso, el viento y la arena decían lo que él no se atrevía a decir, lo que yo no me atrevía a decir. Era como si el destino y ese lugar lo supiera todo, lo gritaran todo por nosotros. Pero nosotros no, nosotros no nos atrevíamos a tanto. Había entre nosotros esa barrera de respeto mutuo. Había entre nosotros eso que no nos permitía romper ciertas costumbres, ciertos juramentos, ciertos compromisos.
Hablamos de todo y de nada, de mucho y de poco. De solo lo que dos amantes indecisos saben hablar. En silencios prolongados y en diálogos interminables. El mar estaba de testigo. De testigo de dos perfectos amantes sin retorno, sin más que hacer, hablar y callar. El mar era testigo de sus miedos y de los mío. De todo lo que nos rodeaba desde hacía años. El mar y nosotros. Nosotros y el mar.
Horas habían pasado de aquella cerveza, de risas, carcajadas, charlas, silencios. La hora se acercaba y volver era una promesa que ya se cumplía. Caminamos juntos hasta mi Hotel, el de él estaba a dos cuadras más arriba.
Nos despedimos en la puerta, sentí que quedó algo por decir y que no se animaba. Que algo lo detenía, que algo a mí también me detenía a quedarme ahí estancada frente a él. Hasta que me abrazó, me besó en la mejilla y me dijo:
“Te escribo, chiquita. Descansa que mañana será un día largo.”
“Espero tu mensaje. Vos también descansa y avisa que llegaste bien.”
Me alcanzó el alba con los ojos abierto. Pensando en él. Pensando en cuándo había sido que me había enamorado de él. Me alcanzó el alba y el sueño me acechó. Dormí solo cuatro horas. Pero eran suficientes para mi día.
Programa de agenda.
Desayuné rápido y me sumergí en mi agenda del día. A las nueve había conferencia de un escritor mejicano que hablaría del amor en los escritos. A las once y medía se hacía la primera pausa, el primer corte, para continuar a las trece horas con un escritor cubano que hablaría sobre poesía y leería algunas de su autoría. A las quince horas le tocaría el turno a una escritora boliviana que hablaría sobre pueblos originarios y leería cuentos de su autoría. A las diecisiete horas se hacía otro corte de una hora, para charlar entre nosotros, para tomar algo y merendar. Dieciocho horas era mi turno, hablaría sobre los amantes, esos amantes que no encuentran las barreras para amar. Presentaría mi libro muy sutilmente y leería una poesía de mi autoría. Seguirían ecuatorianos y venezolanos hasta que por fin llegaría la hora de la cena, el brindis y terminaría el día, para continuar otra rutina de escritores al día siguiente. Recibir los reconocimientos por parte de las figuras políticas de Uruguay para los escritores que estuvimos presentes en el Encuentro.
La mañana transcurrió normal. Sin mensajes, sin novedades de él. Pero justo, justo en el preciso momento que subo al atril y tomo el micrófono llegó el mensaje de él, el mensaje que decía más de lo que yo espera que dijera.
“Extraño tenerte en mi compañía, chiquita. El congreso transcurre aburrido y no puedo sacarte de mis pensamientos.”
Comencé mi oratoria sin titubear por la alegría de aquel mensaje. Hablé y hablé hasta que por allá, en un rincón estaba él parado, oyendo mis palabras y mi cierre. Y de repente el estruendoso aplauso de mis compañeros de escritura. Supe que el éxito estaba asegurado.
Bajé del atril y entre besos y abrazos logré hacerme el camino para llegar a él. También me recibió con besos y abrazos, pero en mis oídos susurró:
“Escapemos de aquí.”
Y sin más nos fuimos, escapamos como dos niños que acaban de hacer una travesura. Escapamos al mar y en el medio nos acompañó otra cerveza.
Charlas sin sentidos, sin contenidos fijos, risas escandalosas. Algún que otro rose de vez en cuando. Alguna que otra mirada de complicidad. Y por fin el silencio eterno de los amantes sin barreras. Y por fin ese beso apasionado acompañado de caricias suaves y deseadas por ambos. El mar, la noche estrellada y la luna llena fueron testigos directos de aquel amor amado, después de tanto, de tantos sufrimientos y desdichas por parte de ambos.
La noche acaeció ante nosotros y la promesa de volver era nuevamente inminente. Pero esta vez preferí acompañarlo yo a él, necesitaba luego caminar a la sombra de mi misma, de mis sentimientos.
Me besó apasionadamente en la boca antes de despedirse, mientras yo lo veía entrar hasta que volvió y me dijo:
“Quédate junto a mí”
No lo dudé ni un instaste, entramos juntos al Hotel, a su habitación. El amor aquella noche se apoderó de nuestros cuerpos deseosos de pasión… nuestros cuerpos fueron uno y uno más que dos.
Aquella noche dormí sobre el pecho del hombre que tanto amé en silencio durante tantos años. Mis ojos veían a lo lejos los destellos del sol y no tenía ganas de nada. Era una mañana de esas, en las que te levantas sin ganas de nada, más que de seguir durmiendo...
Fin
Capalbo, María Crescencia.
Angie Alieve.
La Autora y su libro Publicado
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