En esta publicación compartimos con los lectores el quinto y sexto capitulo de esta romántica Novela escrita por María Crescencia Capalbo,
Aterrizaje.
La hora del aterrizaje fue la prueba más difícil de todas. Creía en momento que moriría del terror que me corría por el cuerpo. Pero él a mi lado, viendo mi dolor, mis lágrimas y sudoración, tomó mi mano y me dijo “Ya llegamos, tranquila” y por alta voz se sintió mi nombre y aplausos que no comprendía. Tenía en mi estomago un nudo que me alejaba de toda realidad. Me zumbaban los oídos y sí, tenía ganas de gritar “abran la maldita puerta que quiero escapar”. Al mirarlo a él, vi que también aplaudía y me saludaba. Ahí comprendí que me habían reconocido como escritora/poeta y no sólo eso, sino que el copiloto tenía el deseo de conocerme en persona ya que poseía mi libro, mi primer libro.
Ya en tierra, pero aún dentro del avión, recibí el cálido saludo del piloto y copiloto quienes pidieron fotos con las azafatas incluidas. Desde ya accedí, una oportunidad así no se olvida nunca. Intercambiamos un par de diálogos con el copiloto y el también estaría como invitado en el encuentro. Desde ya, era también una muestra de agradecimiento por traerme a tierra sana y salva, sumergida por ese monstruo de alturas que me arrebataba la cordura en muchas ocasiones. Luego de ello. Las puertas se abrieron y salimos directo al pasillo que nos llevaría al aeropuerto en Uruguay.
Él no me había dejado sola ni un instante, siempre cerca, con su dulzura y su sonrisa alada. Allí estábamos caminando él sosteniéndome de la cintura y yo sosteniéndolo a él. Ya en el vestíbulo él fue quien decidió que intercambiemos, después de tantos años, de tanta cercanía, de tanto trato, nuestros números de celular. Estábamos cerca, a cuadras de un Hotel a otro, pero aún así, si me las veía mal, podía llamarlo.
Uruguay.
Apenas se abrió la puerta de salida, el sol radiante de aquel país me encegueció por unos instantes. El sol sabía diferente a mi ciudad, a mi país. Era más suave, más tibio, más radiante. El cielo era azul marino, azul, celeste, infinito. El aire sabía a flores desconocidas como si fueran más dulces, más bellas aunque no se vieran. Él me miraba, asombrado, me observaba y sonreía. Sonreía en un afloje de alegría con mezcla de tristeza. Me habían ido a buscar personalmente, a él también. Allí nos despedimos y quedamos en vernos.
El Hotel era el sueño más sagrado. Era bello desde donde se lo mirara, la atención era como si se tratara de una diva. Increíblemente me sentí querida, acompañada y hasta diría mimada. Entré a mi habitación con la única valija que había llevado. Y me senté en la cama. Se sentía extremadamente suave, y sin ir más lejos, me invitaba a dormir lo que no había logrado en todo el vuelo. Pero recepción me llamó para decirme que un periodista quería hacerme una entrevista. A mí, que recién llegaba y que recién comenzaba. Quedé muda. Y del otro lado se sintió:
“¿Señorita, está en línea?”
“Sí, estoy. ¿Qué se supone que debo hacer? Por favor, que no sientan su respuesta.”
“Si fuera usted, bajaría y daría esa entrevista, es uno de los periodistas más influyentes que hay en nuestro país y vino por usted.”
“Dios, no me lo esperaba. Ya bajo. Y gracias por tu enorme ayuda.”
Minutos después estaba sentada en la sala del Hotel hablando con aquel periodista que todos conocían, menos yo. Mis nervios aún estaban frescos, por lo que, en más de una oportunidad titubeaba al responder sus preguntas.
Fue sencillo, preguntó del libro, de las poesías, de mis años de escritura, de escritores que admiro, de mis gustos e intercambiamos alguna que otra pregunta y una que otra carcajada. Finalizada la entrevista, el periodista preguntó.
“¿Desea que editemos algo de lo que usted respondió?” y se refería a la parte filmada. Yo sorprendida ante aquella pregunta. Quedé muda y enseguida por impulso respondí “No, pero la nota periodística me gustaría tenerla”.
“Sí, claro, se la puedo enviar antes de publicar para que usted haga las correcciones que le parezcan necesarias.”
“No. Quiero la nota ya publicada. Yo escribo narrativa y poesía, no soy periodista, ese es su trabajo y no quiero inmiscuirme en él.”
“Gracias, señorita es usted muy amable y humilde.”
“Gracias a usted por tenerme en cuenta para esta hermosa entrevista” mientras veía que el encargado del hotel me enseñaba un ramo perfectamente armado de más de 24 rosas color rosas que eran nada más y nada menos para mí y veía la figura de él acercase tímidamente.
Me despedí del periodista y me acerqué a él que ya se había cambiado de ropa. Una simple remera con cuello color verde oliva y una bermuda beige que acompañaba con unos zapatos del mismo color. Ambos nos acercamos a recepción, claro que iba por ese ramo de flores adoradas.
“Son solo flores, no es un fantasma para que pongas esa cara de espanto.” Le dije entre risas.
“No cualquier hombre regala semejante ramo de rosas. Hasta diría que es del copiloto. Y te lo afirmo por una cerveza” Dijo con desgano.
“Son de cualquier hombre, menos de quien desearía que fuera. ¿Cómo van a ser del copiloto?”
“Vi cómo te miraba, cómo sus ojos brillaban ante tu sonrisa perfecta y tu delicadeza al hablar, ante cada gesto y cada palabra que decías. Lo vi claro y perfectamente y no cualquier hombre regala ese ramo de rosas.”
“Ay, por Dios, no es así, debía ser agradecida, después de lo que sufrí ese vuelo, lo menos que podía hacer era darles unos segundo de mi vida a ellos. Pero de ahí a que el copiloto me envíe, no significaría nada para mí, más que eso, un ramo de flores.” Justamente del copiloto. Así era que él tenía razón y había ganado una cerveza. Y era el copiloto cualquier hombre menos quien yo deseaba que sea. Junto al ramo y él que me acompañaba a la habitación. La conversación no terminó allí.
¿“Quién es ese alguien que deseas que sea?” preguntó directo, al grano, a la llaga que duele, que arde.
Dejé las flores en un rincón de la habitación y me acerqué a abrir la ventana. Tenía tantas ganas de decirle “vos” pero mi orgullo y mi terquedad me lo impedían, tal vez, por miedo al rechazo, a romper eso que había que no se decía entre nosotros. Eso que no se describía fácilmente. Él había estado siempre en esos momentos de mi vida en que todo parecía derrumbarse y no quería que aquello se rompiera. Él había estado ahí, no sólo como médico, sino también como persona, como ser humano, humilde y entregado, profundo y bello como lo que veía ante mí. Nada más y nada menos que el mar.
“El mar” dije casi sin voz.
“No era la respuesta que esperaba. Pero sí, es el mar el que está frente a esa ventana. ¿Me responderás quién deseas que sea esa persona?
Giré a mirarlo a los ojos. Sólo le sostuve la mirada sin parpadear y por un instante estuve cerca de decírselo. Pero no lo hice.
“Déjalo ahí. ¿Me acompañas a conocer el mar? De paso… La cerveza.”
Aterrizaje.
La hora del aterrizaje fue la prueba más difícil de todas. Creía en momento que moriría del terror que me corría por el cuerpo. Pero él a mi lado, viendo mi dolor, mis lágrimas y sudoración, tomó mi mano y me dijo “Ya llegamos, tranquila” y por alta voz se sintió mi nombre y aplausos que no comprendía. Tenía en mi estomago un nudo que me alejaba de toda realidad. Me zumbaban los oídos y sí, tenía ganas de gritar “abran la maldita puerta que quiero escapar”. Al mirarlo a él, vi que también aplaudía y me saludaba. Ahí comprendí que me habían reconocido como escritora/poeta y no sólo eso, sino que el copiloto tenía el deseo de conocerme en persona ya que poseía mi libro, mi primer libro.
Ya en tierra, pero aún dentro del avión, recibí el cálido saludo del piloto y copiloto quienes pidieron fotos con las azafatas incluidas. Desde ya accedí, una oportunidad así no se olvida nunca. Intercambiamos un par de diálogos con el copiloto y el también estaría como invitado en el encuentro. Desde ya, era también una muestra de agradecimiento por traerme a tierra sana y salva, sumergida por ese monstruo de alturas que me arrebataba la cordura en muchas ocasiones. Luego de ello. Las puertas se abrieron y salimos directo al pasillo que nos llevaría al aeropuerto en Uruguay.
Él no me había dejado sola ni un instante, siempre cerca, con su dulzura y su sonrisa alada. Allí estábamos caminando él sosteniéndome de la cintura y yo sosteniéndolo a él. Ya en el vestíbulo él fue quien decidió que intercambiemos, después de tantos años, de tanta cercanía, de tanto trato, nuestros números de celular. Estábamos cerca, a cuadras de un Hotel a otro, pero aún así, si me las veía mal, podía llamarlo.
Uruguay.
Apenas se abrió la puerta de salida, el sol radiante de aquel país me encegueció por unos instantes. El sol sabía diferente a mi ciudad, a mi país. Era más suave, más tibio, más radiante. El cielo era azul marino, azul, celeste, infinito. El aire sabía a flores desconocidas como si fueran más dulces, más bellas aunque no se vieran. Él me miraba, asombrado, me observaba y sonreía. Sonreía en un afloje de alegría con mezcla de tristeza. Me habían ido a buscar personalmente, a él también. Allí nos despedimos y quedamos en vernos.
El Hotel era el sueño más sagrado. Era bello desde donde se lo mirara, la atención era como si se tratara de una diva. Increíblemente me sentí querida, acompañada y hasta diría mimada. Entré a mi habitación con la única valija que había llevado. Y me senté en la cama. Se sentía extremadamente suave, y sin ir más lejos, me invitaba a dormir lo que no había logrado en todo el vuelo. Pero recepción me llamó para decirme que un periodista quería hacerme una entrevista. A mí, que recién llegaba y que recién comenzaba. Quedé muda. Y del otro lado se sintió:
“¿Señorita, está en línea?”
“Sí, estoy. ¿Qué se supone que debo hacer? Por favor, que no sientan su respuesta.”
“Si fuera usted, bajaría y daría esa entrevista, es uno de los periodistas más influyentes que hay en nuestro país y vino por usted.”
“Dios, no me lo esperaba. Ya bajo. Y gracias por tu enorme ayuda.”
Minutos después estaba sentada en la sala del Hotel hablando con aquel periodista que todos conocían, menos yo. Mis nervios aún estaban frescos, por lo que, en más de una oportunidad titubeaba al responder sus preguntas.
Fue sencillo, preguntó del libro, de las poesías, de mis años de escritura, de escritores que admiro, de mis gustos e intercambiamos alguna que otra pregunta y una que otra carcajada. Finalizada la entrevista, el periodista preguntó.
“¿Desea que editemos algo de lo que usted respondió?” y se refería a la parte filmada. Yo sorprendida ante aquella pregunta. Quedé muda y enseguida por impulso respondí “No, pero la nota periodística me gustaría tenerla”.
“Sí, claro, se la puedo enviar antes de publicar para que usted haga las correcciones que le parezcan necesarias.”
“No. Quiero la nota ya publicada. Yo escribo narrativa y poesía, no soy periodista, ese es su trabajo y no quiero inmiscuirme en él.”
“Gracias, señorita es usted muy amable y humilde.”
“Gracias a usted por tenerme en cuenta para esta hermosa entrevista” mientras veía que el encargado del hotel me enseñaba un ramo perfectamente armado de más de 24 rosas color rosas que eran nada más y nada menos para mí y veía la figura de él acercase tímidamente.
Me despedí del periodista y me acerqué a él que ya se había cambiado de ropa. Una simple remera con cuello color verde oliva y una bermuda beige que acompañaba con unos zapatos del mismo color. Ambos nos acercamos a recepción, claro que iba por ese ramo de flores adoradas.
“Son solo flores, no es un fantasma para que pongas esa cara de espanto.” Le dije entre risas.
“No cualquier hombre regala semejante ramo de rosas. Hasta diría que es del copiloto. Y te lo afirmo por una cerveza” Dijo con desgano.
“Son de cualquier hombre, menos de quien desearía que fuera. ¿Cómo van a ser del copiloto?”
“Vi cómo te miraba, cómo sus ojos brillaban ante tu sonrisa perfecta y tu delicadeza al hablar, ante cada gesto y cada palabra que decías. Lo vi claro y perfectamente y no cualquier hombre regala ese ramo de rosas.”
“Ay, por Dios, no es así, debía ser agradecida, después de lo que sufrí ese vuelo, lo menos que podía hacer era darles unos segundo de mi vida a ellos. Pero de ahí a que el copiloto me envíe, no significaría nada para mí, más que eso, un ramo de flores.” Justamente del copiloto. Así era que él tenía razón y había ganado una cerveza. Y era el copiloto cualquier hombre menos quien yo deseaba que sea. Junto al ramo y él que me acompañaba a la habitación. La conversación no terminó allí.
¿“Quién es ese alguien que deseas que sea?” preguntó directo, al grano, a la llaga que duele, que arde.
Dejé las flores en un rincón de la habitación y me acerqué a abrir la ventana. Tenía tantas ganas de decirle “vos” pero mi orgullo y mi terquedad me lo impedían, tal vez, por miedo al rechazo, a romper eso que había que no se decía entre nosotros. Eso que no se describía fácilmente. Él había estado siempre en esos momentos de mi vida en que todo parecía derrumbarse y no quería que aquello se rompiera. Él había estado ahí, no sólo como médico, sino también como persona, como ser humano, humilde y entregado, profundo y bello como lo que veía ante mí. Nada más y nada menos que el mar.
“El mar” dije casi sin voz.
“No era la respuesta que esperaba. Pero sí, es el mar el que está frente a esa ventana. ¿Me responderás quién deseas que sea esa persona?
Giré a mirarlo a los ojos. Sólo le sostuve la mirada sin parpadear y por un instante estuve cerca de decírselo. Pero no lo hice.
“Déjalo ahí. ¿Me acompañas a conocer el mar? De paso… La cerveza.”
(continuara Próximamente
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